En la Vida y en la Muerte
"Mejor es el buen nombre que el buen ungüento, y el día de la muerte que el día del nacimiento. Mejor es ir a una casa de luto que ir a una casa de banquete, porque aquello es el fin de todo hombre, y al que vive lo hará reflexionar en su corazón" (Eclesiastés 7:1, 2).
No nos gusta pensar en la muerte. Nos asusta y nos paraliza. Incluso evitamos hablar de ella. Nos aterra tan solo mencionarla. Quizás se debe a que somos seres finitos y nuestros días tienen un límite. Pero esa es la verdad. Lo extraordinario sería quedarnos indefinidamente en este plano terrenal.
El predicador lo comprendía. Por eso afirmaba que es mejor asistir a la casa del luto que a un banquete. El segundo escenario nos haría sentir como seres omnipotentes, majestuosos, embriagados y satisfechos de un poder sin límites. Sin embargo, la primera opción nos hace reflexionar sobre nuestra mortalidad y, sobre todo, en cómo deberíamos vivir nuestra existencia.
Si somos conscientes de que nuestra vida es efímera y que lo verdadero y permanente es aquello que nos causa tanto temor e incertidumbre, ¿no deberíamos considerar a ese ser superior del cual venimos y hacia el cual nos dirigimos? ¿No viviríamos este fugaz momento con la intensidad y el respeto que merece una eternidad perpetua? ¿No estaríamos dispuestos a morir para renacer a la vida real?
Jesús dijo: "El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá". ¿Cuál es la vida auténtica? ¿Nuestra existencia terrenal o el descanso para despertar con Él? El apóstol Pablo llegó a afirmar: "Morir es ganancia".
Quizás el mayor acto de fe sea creer que al finalizar nuestra vida terrenal, renaceremos en Él. Cruzaremos el gran abismo confiados en que nuestro Padre venció a la muerte y que, porque Él vive, también viviremos.
"Señor, ayúdame a comprender que soy un ser finito. Ayúdame a recorrer este breve momento de mi existencia de manera que te honre. Ayúdame a no temer y a confiar en ti incluso en la muerte, porque tú la has vencido, y yo viviré. Te amo".
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